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Llamadas a la deriva

La semana estuvo llena de miseria y de cal fuerte; la que en verano se desconcha de las viejas casas. Pero a veces, lo que parece una cosa acaba por ser otra: como cuando queremos decir agua y surge granizo, orvallo, lluvia. Sabemos que es agua, pero no lo decimos.


Caminé por los senderos que rodean la sierra y dormí siestas febriles; quería olvidarme de la priva, del speed que me aceleraba el corazón y ponía mis ojos eléctricos.


Esconder un revólver en el sótano y pensar que por hacerlo nunca ha disparado a un gato.


Luego me llamó Roque Dalton desde Francia. Se encontraba cerca de Marsella, con una amiga extremeña. Me dijo que estaba enfermo —quizás triste o débil, pero a mí me pareció que decía enfermo—. Y al otro lado de la
línea, recitó el último poema que había escrito. Era largo y su voz se encasquillaba como un Mauser de hojalata. Describía la huida de una familia salvadoreña a través de un río que iba creciendo. Algunos morían ahogados y
desaparecían en el agua marrón y arremolinada. Pero unos pocos conseguían cruzar al otro lado, sucios, escupiendo barro, y al volver la vista atrás, al mirar a
la otra orilla, sus ojos se convertían en gusanos blancos que a su vez se convertían en moscas verdes.


Le pregunté cuál era el significado del poema. Él me respondió que sólo un necio huye de lo que siente.


«Prefiero ser un necio que escribir siempre de la misma manera», respondí mientras me aguantaba la risa entre los dientes. Luego se escuchó un ruido fuerte y la llamada se cortó. Esperé unos minutos, observando por la ventana los últimos rayos de sol que me pegaban en las pupilas. Cerré los párpados con fuerza por la intensidad de la luz mientras figuras irregulares, como si fuesen hilachos de tela, aparecían en mi retina.


El teléfono sonó de nuevo.


Pensé en Roque, en su amiga extremeña, pero sólo escuché un pitido largo y agudo.

Próxima entrega de Sarajevo:

Atentos a la Muerte

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