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Hasta la arruga final

Piercings y tattoos o como coño se escriban en castellano antiguo estos sustantivos referentes a ciertos adornos corporales permanentes o casi. Antaño solo los llevaban las furcias, los presidiarios y los piratas, es decir, gente peligrosa, auténtica y decente; hoy los lleva cualquier mindundi sin recorrido de vida: desde ninis que se los piden para Reyes a sus papás, hasta cuarentones, cincuentones y sexagenarios con ganas de seguir pidiendo guerra en los locales para eternos adolescentes. No es que tengan nada de malo estos abalorios corpóreos, es más, hasta pueden resultar atractivos o interesantes si la persona que los luce o esconde ya lo es. Y ahí es donde hay que llegar: la personalidad no la otorgan una o varias tachuelas incrustadas en la anatomía ni que un cuerpo parezca la capilla sixtina hasta las orejas. La personalidad es algo labrado a base de una disidencia mental antes que estética. Hay que leer mucho y pensar mucho durante años, desde la niñez hasta la tumba. Pero algunos la única literatura que conocen es la de la frase que se han tatuado en los glúteos de gimnasio y van por la vida como si esos clavos y dibujos que exhiben sin pudor en sus cuerpos de dudoso gusto fueran toda la filosofía universal. Cuesta imaginarse a los grandes de cualquier disciplina (intelectuales o científicos) tatuados y eso que ellos son los verdaderos radicales, la excepción, los diferentes. Un piercing o un tatuaje lo puede llevar cualquiera, cualquier don nadie.

 

Dante en bañador

Hispanista sureño

Diciembre/2024

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