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Nube

El poema nueve de Platero y yo se titula Las brevas. En él se asiste a la magia sencilla de un momento de pureza alegre, en este caso de euforia bélica pacífica: una batalla suave como el mismísimo Platero. Las niñas la inician; bombardean a Platero; Juan Ramón lo defiende y, al final, los cuatro caen felices, rendidos, se han puesto literalmente morados de brevas. Lo leo en la escuela con los niños y les cuesta encontrar la hermosura en el relato, les aburre, no va con ellos. Lo intento de nuevo y trato de hacerles ver que en las cosas sencillas reside el secreto de la vida. Les hablo del pan, de las nubes, de un gato. Les nombro también a Pablo Neruda y leo alguna de sus Odas elementales. En alguna mirada detecto el brillo especial de alguien que va entendiendo y calla.

Para ganarme a otros pocos les resumo a todos un capítulo de mi vida de chaval madrileño, la versión urbana del poema de Juan Ramón. Éramos tres y encontramos unas cajas repletas de tomates echados a perder junto a la puerta cerrada del mercado de abastos del barrio de Prosperidad, hoy gastromercado con locales con nombre del tipo Cucumber La Prospe. Todo empezó con un tomatazo a traición y acabó con una versión espontánea y no autorizada de la Tomatina de Buñol. Los tres nos pusimos de tomates hasta las orejas y, aunque, doloridos por los impactos y extenuados después de vaciar hasta el último tomate de la última caja, no parábamos de reír de pura felicidad gamberra. No recuerdo si alguien nos llamó la atención: la calle entera estaba teñida de rojo. Aceras, fachadas, también los coches tras los que nos protegimos de los impactos.

Ahora detecto varios tipos de mirada, desde la de incredulidad hasta la que expresa “este hombre no es normal”. También muchos se han reído, de eso se trata. Creo que es positivo que tras veintidós años contando estas cosas todavía me siga apeteciendo hacerlo. Y es gracias a esas miradas y a esas risas y a que todavía nunca nadie ha venido a afearme estas cosas que les cuento a sus hijos.

Y ahora se ha muerto Nube y es por eso que me he acordado de Platero. No pensé nunca que fuera a escribir un artículo en estos términos porque no me gusta caer en el sentimentalismo gratuito. Hay ciertos temas que me parecen una profanación de mal gusto y solo a genios como Juan Ramón Jiménez les es dado tratar. Casi siempre es mejor estarse callado por no incurrir en lo que uno mismo detesta.

Hasta el pasado domingo Nube era la coneja de las niñas, que eran todavía muy pequeñas cuando llegó a casa. Recuerdo perfectamente el día que fuimos a por ella a un pueblo de por aquí cerca y la alegría en las caras de ambas después de que su padre se hubiera negado en varias ocasiones a que entrara ningún bicho en casa. Ha vivido más de nueve años y ha viajado con nosotros a varias ciudades, a la playa, al campo, a la montaña. Hasta estuvo en una especie de piso patera en Sant Andreu. Como ya he dicho, nunca me gustó tener animal en casa, entre otras cosas porque uno de los conceptos que más detesto de este mundo actual es el de mascota. Pero en casa ha estado con nosotros estos más de nueve años. En la vida pensé que un conejo fuera a vivir tanto.

En la vida pensé que una coneja muerta pudiera ser el detonante de un texto que yo escribiera. El caso es que el pasado domingo apenas movió las orejas cuando, hecha una bola en la esquina de la jaula grande - que nadie piense que la hemos tenido toda la vida encerrada, siempre ha estado suelta en el patio largas horas-, toqué los barrotes. Cuando tres cuartos de hora más tarde, lo que duró la segunda parte de un soporífero partido, me acerqué a verla, estaba completamente estirada, tumbada de lado, plana, tiesa y me pregunté por qué no se había podido morir hecha una bolita.

Apenas quedaba una hora de luz y convoqué a la familia. Había que darse prisa. Desde hacía unos días tenía preparada una caja de zapatos que sirvió de perfecto féretro a su reducido tamaño. El papel sulfito blanco de la caja valió también a modo de sutil mortaja. Muchos caminos circundan Aceitunera y los conozco bastante bien de paseos y bicicleta. El viejo Toyota Avensis negro tipo ranchera siempre ha tenido algo de coche fúnebre y nos condujo hacia el lugar exacto bajo una encina retorcida y escondida en la que hicimos un túmulo de piedras y tierra húmeda de las últimas lluvias. Las niñas recogieron algunas flores y las pusieron encima a modo de último adiós a Nube y sus nueve años, que son toda una infancia, toda una vida.

Había sido un día de nubes bien definidas, de cúmulos rotundos. Casualidad o la despedida que Nube nos tenía preparada allá arriba, hecha bolita, en su nube de nitidez definitiva.

Dante en bañador

Hispanista sureño

Abril/2024

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