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Noche de suerte


Nunca llegó a contemplar una luna así ningún pintor del XIX, cuando sus poetas la cantaban desde las buhardillas. Lorca sintió el contraste causado por las estrellas como adorno de los rascacielos, pero esto ya fue en el siglo más loco que ha dado la historia, el XX. Aún se hallaban lejos de la luna llena que ilumina el relato del que vamos a ser testigos. Tranquilos. Primero viajemos, con los ojos bien cerrados, a la Ciudad Condal, a una zona de hoteles modernos enteramente acristalados, que aún hoy están dando el estirón, pues los edificios también crecen. Podríamos decir que estamos viviendo su niñez, ya que la edad arquitectónica no corresponde con la humana, de ahí que todavía ningún barcelonés me haya podido decir si la Sagrada Familia es ya una señora, o si aún no ha nacido.

El caso es que la luna que nos atañe ahora está asombrando a los paseantes, a los skaters, surferos, corredores y demás familias urbanas, que la ven reflejada en los hoteles, agigantada, haciéndoles sentir que una vida a través de los ojos de Murakami es posible, donde todo puede ocurrir. La gente ya no sabe si mirar hacia el horizonte de mercantes que se pierden como heridas sangrantes en el azul, o hacia las múltiples figuras aleatorias sobre el pecho de la materia con la que hace arte habitable el ser humano. Tras el haz de plata, el hotel Princess, donde dos almas solitarias palpitan, dos mentes pensantes resuelven los problemas que ellos mismos se formulan. Planta 18. Habitaciones colindantes. No se conocen, no se han visto nunca. Pero la casualidad es una caprichosa: hace y deshace, alborota, salta, mata, une, desquicia, rompe, te empuja a tomar una determinación. Para Helena, es la última noche en el Princess; para Marc, es su única noche, esta gran noche.

Ella acaba de salir a fumar a la terraza, y es entonces cuando lo ha visto por primera vez. Lo observa sin que él se dé cuenta. Es más joven que ella, no mucho, “no creo que tenga ni treinta años”, piensa. Le parece interesante la pose que tiene, su soledad contemplativa. “Su barba de tres días y su culo tampoco están nada mal” se dice en secreto para que sólo sea el universo quien se entere. Marc se ha dado la vuelta para coger la copa de vino que le espera en la mesa, y es entonces cuando la ha visto, y le ha salido de dentro, de muy adentro, pensar que es su noche de suerte. Ella mira el mar haciéndose la interesante, y Marc intuye que ha sido observado anteriormente, lo cual le parece un aliciente para propiciar un diálogo terraza con terraza.

La química, el vino que comparten, las circunstancias dadas; todo influye para que una buena conversación se convierta en un polvo consabido; pero no precipitemos el final de la historia. Lo importante es el cómo, el ritual que precede a una noche de lujuria. Además, piensa Marc, “una noche tan bonita y tan romántica por sí misma, no se puede estropear siendo un bruto, ni entrando a degüello”. Así que la va conquistando poco a poco, mientras ella se está dejando llevar, se está dejando caer, tan excitada como la señorita Julia. Están separados por una cristalera que hace el efecto de barra de bar, aunque desconocemos quién es el camarero en este caso, o si se intercambian el papel a cada rato. Helena ya sabe que Marc está en el hotel celebrando que hoy mismo, por la mañana, ha decidido dejar de vender coches para siempre, y aunque viva en Barcelona, ha querido darse un homenaje en el hotel de sus sueños, con la suerte de toparse con ella como regalo inesperado. Él ya sabe que Helena tiene dos restaurantes, y quiere abrir un tercero en Barcelona. Ambos son solteros, o eso dicen. Llegado este punto cabe pensar que ya es hora en esta historia de que nada los separe, sea él o ella, da igual, quien invite al otro a pasar a su habitación. Pero he aquí que Marc es astuto, el muy cabrón, y quiere abrir otra botella de vino, pero en la playa. Y señala el chiringuito apagado, allí a lo lejos, como lugar de destino inminente. Sólo hace falta una vela, dos copas y unas ganas locas por divertirse. A ella este niño le parece un sol, y ya empieza a lamentarse de no poder quedarse por más tiempo en Barcelona.

Con los pies ya pisando la arena, y todos los elementos de la noche sumando a favor, empiezan los besos, las risas, los pequeños gemidos en la oreja. A Helena cada vez le gusta más dirigir el juego, no consumar, permanecer en un dulce infierno hasta quemarse por completo.

El primer rayón del alba agrieta el cuadro, ¿cuántas horas han pasado en esta noche mágica? Entonces ella, o entonces él, no se sabe, coge la mano del otro y se meten en el mar, para convertir el recuerdo de esta noche en el inicio de algo mucho más especial.

Es él, ahora lo sabemos, el enamorado ferviente de este amanecer y de la luz que nace, ya con el agua por sus vientres. Ahora sólo habla Marc, diciéndole que siente haber mentido, que no es vendedor de coches, que sólo está aquí para matarla, para subir de nivel. Son las reglas, sólo Dios lo entiende. Ella, extrañada por el repentino giro de la situación, intenta disimular su miedo, confiando en que todo sea una broma macabra. Pero es justo en ese momento cuando ve ante sus ojos una punta de acero, como la más siniestra demostración de la crueldad del destino. “Lo siento. Iba a ser otra, otra cualquiera, pero me lo serviste en bandeja”. Apenas unos litros de sangre en un mar en calma, tras un punzante abrazo. “Lo siento. Necesitaba mi primera víctima, podría haber sido cualquier turista borracha. Pero has sido tú. No llores”.

Fotografía: David Rocha


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