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Suicidios ejemplares /

2022 – Alaín Llorente.

Birilo

 

  El frío cortaba y ajaba la cara, la boca. En realidad, las comisuras y la boca. En realidad, solo las comisuras.

  Hay gente que dice que esa noche, bebió dieciocho whiskys uno detrás de otro. Lo de uno detrás de otro se sobreentiende: no podía ser de otra forma. Algunos, porque la mayoría eran unos perros malnacidos, unos hijos de puta, unos infelices agobiados por el tiempo y la muerte (sobre todo por el tiempo, que no entendían, y al que querían dar esquinazo a base de brebaje), dijeron que su mirada era la de un niño. El que dijo que su mirada era la de un niño fue el tabernero, y lo dijo con una lágrima enorme colgada del ojo.

 

  “El tabernero llora, pero también sonríe”, anota en el cuaderno. ¿Es verdad que bebió dieciocho whiskys seguidos?, pregunta. En realidad, la última copa fue de anís. ¿Qué marca? Del mono, acompasa el tabernero. No, me refería al whisky. ¿El whisky? Dyc. De esto hace mucho, dice el tabernero. “Ojos azules y viejos”, anota en el cuaderno. Y debajo: “El tabernero huele a campo mojado y a hierba verde”. Anota también: “su mirada era la de un niño”. Mientras lee lo escrito, pregunta al tabernero: ¿Qué significa cómo un niño? El tabernero tose y se limpia con un pañuelo blanco la nariz. Mientras lo guarda responde: la mirada de un niño. Después saca una servilleta con cuidado de su billetera y se la pasa al joven que no deja de apuntar en su libreta. El tabernero dice: este fue el último poema que escribió. Me lo regaló un día antes de morir. El joven lee el poema. Un poema corto y escrito a lápiz. Un poema que habla de cosas sencillas de una manera sencilla. El último poema de Alaín Llorente, comenta el tabernero.

 

  El joven sale de la cantina. El frío aja la cara y las comisuras. Sobre todo, las comisuras. Duda entre recorrer el camino a pie o en taxi. Al final decide caminar por el Bulevar, que a esa hora, expulsa volutas de humo a través de las cañerías.

En la pensión, se da una ducha y se sirve un poco de vino tinto en el vaso que las limpiadoras dejan para enjugarse la boca. Mira el reloj: las 5:05. Tiene todo lo necesario para escribir su artículo para La muerte de Danton. Una revista que no lee (casi) nadie, cierto, pero que algún día será recordada.

 

  Sobre las 6, se despierta sobresaltado. Ha soñado con Alaín. Un sueño veloz: una taberna, parroquianos, gritos y olor agrio, música de gaitas, y en la esquina de la barra, un hombre con cara de niño que se arranca los ojos y los deposita en su copa. Después, riendo, la bebe de un golpe. El joven, que se ha dormido solo con la toalla, se viste y sale de nuevo. En la calle, rumores de tímida actividad. En la calle, los perros ladran y los gatos mueren con elegancia. El joven, da el alto a un taxi y le indica: a la Estación Sur. Pregunta si puede fumar y convida a un cigarillo.

 

  En la estación, bebe café negro con un poco de ron y le pide al mesero que le rellene su petaca de whisky Dyc. Sale a los andenes y busca la línea 7. Saca su libreta y lee: “Línea 7. Unos 500 metros hacia la derecha”. Se desliza por los rieles en silencio. A lo lejos, ruido de camiones y excavadoras. Pero a lo lejos. Cuando lleva unos cinco minutos caminando saca su libreta y escribe: “aquí, aquí, aquí”.

 

  Después, abre la petaca y la vacía sobre las vías de madera.

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