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Suicidios ejemplares /

1995 – Gilles Deleuze

 

Birilo

 

  Yo nunca estuve en París, me dijo. Pero sí en Managua, y en Asunción, y la gente no se andaba con chingaderas como en la ciudad del amor; ¿o es la ciudad de la luz? Luego me contó una historia extraña. Ella también era extraña, pensaba yo, mientras me comía el capullo, mirándome a los ojos, como diciendo o pensando, ¿te gusta cómo te la mamo? La verdad es que sí me gustaba. Y después era cuando se ponía con la colita en pompa y se abría lentamente y en pequeños enviones se la iba metiendo, también, muy despacito. Poco a poco, porque un orto no es como una conchita. Y, antes de todo, primero me gustaba introducirle la lengüita y lamerlo, como si fuese un gato, un gato viejo y sabio que sentado al sol relame su piel oscura. Después le metía un dedito, que ella misma me llenaba de saliva, y yo sentía cómo la verga me latía, tucum tucum tucum. La sangre apelmazada: era la señal. Para hacerlo por el culito siempre es necesario tenerla bien dura.

 

  Yo nunca estuve en París, me dijo mientras encendía un pito y se limpiaba el semen que le caía, zigzagueando, por su pierna derecha. Y me contó una historia extraña, ocurrida en París, que escuchó o soñó o alguien le contó al oído en un viaje cuando cruzaba la península, en bus o en tren, ya no lo recuerda, dice. Un filósofo viejo, de unos setenta años, con gafas de color beige o marrón, amigo de Foucault y de Sartre, un viejo filósofo que ya no importaba a nadie, había caído desde el edificio donde residía (un séptimo piso) de la avenida Niel y como es obvio, su cuerpo se había espachurrado en la fría acera, que, paulatinamente (esto me lo imagino yo) se pespunteaba del color de la sangre (¿cuál es el color de la sangre?: ¿encarnado?, ¿granate?, ¿bermellón?, ¿aturronado?). Seguramente se suicidó, dije pensativo, mientras me pasaba el cigarillo con la boquilla empapada; su forma de fumar siempre empapaba los filtros.

 

  Lo que continuó no lo entendí, aunque a veces creo entender algo: una punta, una esquina, un vértice. Me habló de la grandeza de la vida, me habló de lo difícil que es entender la finitud, lo corpóreo, lo sensual, nuestro mismo cuerpo que estando tan cerca, la tradición se había encargado de alejarlo y alejarlo. Y también: del sol, de las plantas, de la ética, de la maldad y la bondad como partes inherentes de la misma moneda; del bien y del mal como conceptos llenos de resignación y de resentimiento; del resentimiento del cristianismo, torciendo siempre la boca a los instintos y al deseo, torciendo siempre la boca ante la alegría y el sexo y el amor (¿o acaso los maricones no se aman?), alimentándose y cimentándose en la miseria y la tristeza (las necesitan para existir); y después, como si estuviera en éxtasis: de la amistad y de Epicuro, y de una lucha hermosa, de una lucha (sí, ésa fue la palabra, lucha) silenciosa y que apenas se sentía pero que estaba ahí, que estaba aquí, entre nosotros, y era la de hacernos ligeros para poder saltar al vacío, como Deleuze, y al mismo tiempo estar afirmando por todos los poros esta vida.

 

  Sí, esta, y no otra.

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