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Suicidios ejemplares /

2003 – Roberto Bolaño

Birilo (miembro de Café Chinasky)

 

Y por qué ahora. Por qué ahora después de treinta años, se preguntaba cuando salía del aeropuerto del DF. Sí, lo sabía. Pero a veces, deseaba ignorarlo.

 

En todo el viaje sólo pronunció una frase con el taxista, a la Colonia Romita, dijo. Después, se ladeó un poco hacia el cristal y encendió uno de sus ya olvidados Faritos, no sin antes enjugarlo de una lambetada y sentir el sabor dulce a arroz del que estaba liado el cigarillo. Por la ventanilla observó caras que muy bien podían ser las mismas que las de 1970 o de 1974, justo antes de abandonar México. Justo antes de abandonar México y comenzar el camino o el sendero o la carretera de segunda por el borde de la arista. Mejor decir el borde de la arista que el borde del precipicio. Mejor decir el borde del precipicio que el borde del abismo. Un abismo es un abismo.

 

No lo he dicho, pero atardecía. Atardecía en la avenida hacia la Colonia Romita. Una avenida larga y ancha como únicamente lo son aquí, en América; porque México, también es América (aunque ésta sea otra historia). Mientras expulsaba volutas grisáceas, sentía de vez en cuando la mirada del taxista por el espejo central, como si intentara hacer presión para comenzar una conversación. En un semáforo en rojo observó una pandilla de jóvenes con el pelo largo, que hablaban y gesticulaban enérgicos. Jóvenes hermosos y fuertes y quizás nobles, y quizás también con miedo. Pero, ¿miedo a qué?

 

Cuando entró en la pulquería La Hija de los Apaches, un olor a humedad, pero también a trabajo, y puede que también a dureza y a pena, explotó en su cabeza. Cuando se repuso, preguntó por Mario Santiago Papasquiaro. Murió hace años, le respondió el viejo mesero. Perdón, dice Roberto Bolaño, o sea, Arturo Belano, realmente estaba buscando a Ulises Lima. Con un movimiento de mentón señaló hacia el fondo del local. Ulises bebía pulque y sus ojos brillaban. Sus ojos eran México, aunque más que México, la soledad de México. La última vez que se vieron fue en una estación de tren, en Francia, recuerda Belano mientras se sienta. ¿Sigues sin beber?, pregunta Ulises, que aunque completamente borracho, mantiene la compostura. (Una compostura como de soldado viejo y lejano, como de tercio español en las guerras de Flandes. Aunque ellos no son españoles; entonces, como un personaje de Mariano Azuela, descalzo y huesudo). Sí, responde Belano, aunque hoy beberemos, y beberemos por última vez. Ulises entiende las palabras de su amigo. Ha pasado un chingo de tiempo, dice uno; es cierto, contesta el otro. Piden tragos, muchos, y beben, mucho.

 

No lo he dicho pero estamos en Diciembre del 2003.

 

Tampoco saben cuántas horas llevan dentro, pero al salir, la luz que reverbera en las calles les anuncia que está amaneciendo. Ahora mismo, comenta Belano, Bolaño se muere. He venido a decírtelo. Lo raro es que todavía viva yo, contesta Ulises. Ya sabes, susurra Belano, cosas que sólo ocurren aquí.

 

No he dicho por dónde caminan, pero, ya no lo hacen por el borde de la arista. Ni del precipicio. Ni siquiera por el borde del abismo. Caminan atravesando la avenida. Caminan recitando bardos provenzales y algunos autos los serpentean, hasta que un camión se los lleva por delante.

 

Al otro lado del charco, Bolaño, el escritor y vendimiador, el amigo y esposo, el padre y hermano, el hijo, el chileno, el poeta visceral o realvisceralista o infrarrealista, se va yendo, sin timón y a la deriva.

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